jueves, 30 de mayo de 2013

Martín Pallín aboga por juzgar grandes estafas financieras como crímenes contra la humanidad

El magistrado emérito del Tribunal Supremo considera que la transparencia es esencial para prevenir la corrupción
Expertos piden despiezar los procesos, crear tribunales especializados o garantizar la independencia judicial frente a la delincuencia económica
Martín Pallín aboga por considerar las grandes estafas financieras como crímenes contra la humanidad
Martín Pallín aboga por considerar las grandes estafas financieras como crímenes contra la humanidad
El magistrado emérito del Tribunal Supremo José Antonio Martín Pallín considera que las grandes estafas financieras deberían ser consideradas como crímenes contra la humanidad, igual que ya lo son otros delitos como asesinato, exterminio, tortura, violación o prostitución forzada, entre otros muchos.
Esta fue una de las conclusiones alcanzadas por Martín Pallín en el seminario contra la corrupción organizado por Transparencia Internacional, en el que sostuvo que la mejor política criminal es la preventiva, donde tiene un papel "esencial" la transparencia.
Además, considera que en la lucha contra la corrupción es muy importante el papel de la Agencia Tributaria y el Banco de España y es partidario de la implantación de un impuesto sobre aquellas transacciones financieras al margen de los países de la Unión Europea con un doble objetivo, disminuir los paraísos fiscales y generar importantes recursos para fines fiscales.
El magistrado emérito del Tribunal Supremo ve imprescindible la lucha contra los paraísos fiscales, para lo que es necesario luchar contra el secreto bancario recurriendo al Código Penal y considerarlo como un caso de obstrucción a la justicia para poder dictar orden de búsqueda y captura.
Martín Pallín vería además como una medida necesaria "despiezar o desglosar" los procesos judiciales para evitar el 'delito masa', como sería el caso del juicio por el caso Malaya, en el que hay alrededor de 200 acusados. Este punto es compartido por otro de los ponentes del seminario, el fiscal anticorrupción Alejandro Luzón, que reconoce que no es posible abordar eficazmente los procesos judiciales masificados contra la corrupción.

Crear tribunales especializados 

Luzón aboga por la creación de tribunales especializados en la lucha contra la corrupción y la delincuencia económica porque, según sostiene, la Audiencia Nacional no es un órgano especializado en este tipo de delitos. Además, cree que es necesario delimitar el papel del Ministerio Fiscal y suprimir las acusaciones particulares y la acusación popular en muchos procedimientos contra la corrupción.
También intervino en el debate la catedrática de la UAM Silvina Bacigalupo, quien puso el foco en la necesaria cooperación y responsabilidad de la empresa en la prevención y detección de la corrupción.
Por su parte, Roberto Jiménez, profesor titular de la Universidad de Murcia, defendió medidas como una nueva ley del proceso penal, una reforma de la fiscalía para garantizar su independencia, así como la del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y la judicatura, reforzar las sanciones por delitos de corrupción, reformar la ley del indulto o reforzar los mecanismos de transparencia y rendición de cuentas.

Precariedad de medios

Sin embargo, el profesor de la Universidad Carlos III José Antonio Gómez Yáñez cree que casi todos los delitos de corrupción posibles están tipificados en el Código Penal y leyes anexas, por lo que no cree que la corrupción sea un problema de legislación insuficiente.
Para él, sí que existe una precariedad de medios en la justicia para perseguir estos temas y, además, en España han fallado "casi todos los controles" menos los jueces de primera instancia. A su juicio, el problema radica en la organización de los partidos, por lo que plantea una nueva legislación que regule la actividad interna de las formaciones políticas.
El último ponente fue el comisario del Cuerpo Nacional de Policía José Luis Olivera, quien advirtió de que muchas investigaciones se inician más de dos años después del delito principal y, además, no existe protección para testigos y denunciantes, quienes en muchos casos acaban siendo también imputados.

lunes, 20 de mayo de 2013

Churchill, Roosevelt y Juan XXIII


La Gran Recesión ha cuestionado uno a uno los postulados ideológicos que la revolución conservadora, defendida por Margaret Thatcher y Ronald Reagan, hizo hegemónicos durante más de un cuarto de siglo

A José Luis Sampedro
El objetivo de la revolución conservadora que nació a principios de los años ochenta era sustituir a Winston Churchill, Franklin Delano Roosevelt y Juan XIII como iconos del siglo XX, por Thatcher, Reagan y Juan Pablo II. Roosevelt era el vencedor de la Gran Depresión con una política de regulación de la economía y de protección social a los que se quedaban por el camino, molidos por el sufrimiento, y tanto Churchill como él representaban los valores de los aliados, triunfadores de la II Guerra Mundial. Juan XXIII había comenzado el aggiornamientode la Iglesia católica y puesto en funcionamiento ese oxímoron denominado “cristianismo de rostro humano”.
La revolución conservadora que lideran Thatcher y Reagan tenía dos fases ideológicas: primera, acabar con el Estado de bienestar nacido del miedo al poder de atracción del comunismo (una especie de revolución pasiva dentro del sistema); y segunda, liquidar los contenidos educativos y culturales permisivos de Mayo del 68. Era pues una acción doble, compuesta por intereses económicos liberales y valores políticos conservadores, que dos décadas después retoman y actualizan losneocons de todo el mundo y que tiene su cénit en los EE UU de George W. Bush, con los Rumsfeld, Cheney, Kagan, Kristol… Y prende por necesidad: el fracaso del anterior paradigma dominante, el keynesianismo, para hacer frente a un fenómeno nuevo, la estanflación, mezcla de precios altos y economía paralizada, consecuencia en buena parte de las dos crisis del petróleo de los años setenta. El keynesianismo había domeñado el desempleo pero no la inflación. A este reto se enfrentan los conservadores.
Durante más de un cuarto de siglo la revolución conservadora ha sido hegemónica en el terreno del pensamiento, las ideas y las políticas económicas. Los atentados terroristas de principio de siglo acentuaron sus rasgos más duros, pero entonces ya se vio, aunque en dosis homeopáticas para lo que sucedió después, que la fórmula para salir de la recesión consistía en introducir paladas de dinero público en el sistema. La Gran Recesión que comienza en el verano del año 2007 pone en cuestión sus postulados centrales, mucho más teorizados por Thatcher y sus think tanks que por Reagan y sus muchachos (que se convirtieron en representantes de un keynesianismo de derechas —“keynesianismo bastardo”, lo denominó Joan Robinson— al dejar a sus herederos un gigantesco déficit público motivado por las inversiones públicas en la guerra de las galaxias y en el aparato militar, con el objeto de acabar con un comunismo exhausto). Entre esos postulados destacan los siguientes:
Se trataba de acabar con el Estado de bienestar y con la cultura que estalló en Mayo del 68
El Estado es el problema, el mercado la solución. Pero hoy sabemos que las principales dificultades derivadas de un sector financiero con pies de barro y de economías reales con paro y empobrecimiento de las clases medias son propias de Estados débiles, demediados, no del Ogro Filantrópico de Octavio Paz ni de leviatanes. Para arreglar esos problemas de mercados que no funcionan y tienden al oligopolio se precisa de Estados y supervisores fuertes. La solución al sistema financiero ha pasado por la continua intervención en el mismo del sector público, con el dinero de los contribuyentes en juego, hasta el punto de que ha vuelto a conjugarse el verbo nacionalizar. El único momento en que la revolución conservadora, orgullosa, se activa y deja quebrar Lehman Brothers bajo el principio de que cada palo aguante su vela, es cuando todo el tinglado está a punto de desmoronarse. Los planes de estabilización son mecanismos administrativos, y por tanto al margen del mercado, que buscan reequilibrar las posiciones de poder en el seno de la economía. Así como la socialización de pérdidas.
La desregulación como meta. En 1986, Margaret Thatcher lidera el bigbang en la Bolsa de Londres. La City londinense deviene en el paraíso de la desregulación y la innovación financieras, hasta cotas verdaderamente difíciles de entender incluso para los expertos. Desde entonces se ha hecho mucho dinero en esos mercados, pero la titulización de hipotecas y otros créditos, los productos derivados, los fondos de alto riesgo, o los instrumentos opacos que han estado en el origen de la Gran Recesión que arranca de EE UU, tienen en la City su patria y su versión más sofisticada.
El capitalismo popular. La adquisición de acciones en empresas de las que no se conocía ni siquiera su actividad, por el mero hecho emulador y gregario de que el vecino está ganando mucho más dinero que tú, formó parte de la nueva economía, ese paradigma efímero, con fuerte presencia mediática, que decía que se habían acabado los ciclos económicos simplemente por la aplicación conjunta de las entonces nuevas tecnologías de la comunicación y la información, y la flexibilidad empresarial. Ello acabó con los primeros efectos nefastos en la economía real de las hipotecas de alto riesgo. Ya sabemos lo que ocurrió: la sociedad de propietarios, que pretendía hacer de cada individuo un poseedor de vivienda propia, generó la burbuja inmobiliaria que ha estado en el origen de nuestros problemas actuales. Los desahucios se explican precisamente por lo anterior.
Entre las ideas, las ideologías y los intereses suele haber una interacción compleja. Los mercados financieros estaban interesados en defender la desregulación; la ideología del libre mercado de Thatcher y Reagan les hizo un gran servicio. Pero si la economía es una ciencia social, sus postulados tienen que ser probados. Esta crisis ha cuestionado esos supuestos ampliamente difundidos por la revolución conservadora. Esta, que es poliédrica en sus efectos, generó mucha riqueza pero la repartió muy regresivamente: hasta hoy, Gran Bretaña y EE UU han sido las sociedades más desiguales y con más falta de cohesión del mundo desarrollado. En estos momentos en que se hace balance de un mito, conviene recordar a sus perdedores. Que son realidad tangible.
El thatcherismo generó mucha riqueza y la sociedad más desigual del mundo desarrollado
Posdata. Hay un aspecto poco recordado, pero muy siniestro, en la biografía de Margaret Thatcher: la protección y el cariño dados al general Pinochet cuando este tuvo que aguardar en Londres a la petición de extradición, por delitos contra la humanidad, hecha por el juez Garzón. Thatcher, que multiplicó los tactos de codos públicos y las tazas de té con el dictador chileno, declaró en el congreso del Partido Conservador, en octubre de 1989, que la persecución a Pinochet se debía a “una venganza de la izquierda internacional por la derrota del comunismo, por el hecho de que Pinochet salvara a Chile y salvara a Latinoamérica”. Thatcher y Pinochet no solo estaban unidos por sus intereses (el apoyo de Chile a Gran Bretaña en la guerra de las Malvinas), sino por sus simpatías por un sistema económico, el neoliberalismo, que ha tenido hasta ahora sus momentos más puros bajo la dictadura militar chilena, con la hegemonía de los Chicago Boys y su apóstol, Milton Friedman, en la misma.
El periódico El Mercurio, de Santiago contiene en su hemeroteca la fantástica historia con la que Pinochet cuenta su caída del caballo y su conversión a la religión liberal… en la economía: “Este es un viaje sin retorno del modelo económico. (…) Agradezco al destino la oportunidad que me dio de entender con mayor claridad la economía libre o liberal”. En el Chile de Pinochet la fórmula fue una férrea dictadura política acompañada de una privatización casi absoluta de la economía y la desaparición de cualquier síntoma de protección social. Lo que los economistas de la Escuela de Chicago soñaron, pero no pudieron experimentar ni siquiera en la Gran Bretaña de Thacher o en los EE UU de Reagan (por las resistencias que los ciudadanos imponían a las consecuencias socialmente más dolorosas de sus políticas), lo hicieron en el Chile militar, sin sindicatos libres ni sociedad civil organizada. Sobre todo ello no hay ni una palabra de condena de Thatcher