GÜNTER GRASS 24/07/2011
                 
Señoras y señores:
¿O quizá debiera solicitar su atención como colega,  ya que todos pertenecemos al gremio de los escritores y fuimos  bautizados con un tintero? Al fin y al cabo, esta asamblea está bajo la  advocación de Albert Camus, escritor y filósofo, y, con el lema "Hombre  feliz" ha elegido como santo patrón a quien, desde los años cincuenta  del pasado siglo, es mi único santo. En él, que blasfemaba contra los  dioses, yo podía confiar siempre: san Sísifo.
Camus nos lo  interpretó, a él y a su mito, de una forma nueva. Simplemente el hecho  de que su ensayo, tan conciso de contenido como largo de efectos, fuera  escrito en medio de las tribulaciones de la ocupación alemana y  publicado en 1942 en París por la Librairie Gallimard, es decir, llegara  a los lectores en tiempo de guerra, cuando Francia vacilaba entre la  resistencia y la colaboración, es una prueba más de lo que pudo inducir a  Camus a convertir plásticamente en concepto lo absurdo del acontecer  mundial: la piedra sin descanso.
Sin embargo, ¿no es cierto que  hoy varias piedras nos mantienen en danza? Llama la atención, mirando la  última mitad del año, cuántos acontecimientos importantes, uno tras  otro, mundiales o regionales, engrosaron los titulares de los periódicos  compitiendo mutua y simultáneamente por el primer puesto. Parecían  haber perdido toda actualidad -como agua pasada- y, sin embargo, seguían  determinando el acontecer político y económico.
Así, la ridiculez  del asunto del plagio de Guttenberg desplazó las consecuencias, solo  ahora en el punto de mira, de la liquidación del servicio militar  obligatorio, de un plumazo, por ese actor ministerial y noble. Y no solo  por esa actuación lo puso por las nubes el celo periodístico; de eso  hablaré luego. Sin embargo, apenas había prometido la canciller dar  crédito al Barón de la Castaña, terremotos y tsunamis provocaron en el  lejano Japón una catástrofe nuclear, que inmediatamente nos recordó las  ruinas del reactor de Chernóbil, hace tiempo apartadas de nuestra mente,  y convirtieron las elecciones regionales en acontecimientos capitales. Y  mientras todavía Fukushima nos servía, como se dice en la jerga  periodística, para "abrir boca", las revueltas populares en el norte de  África, desde Túnez y Egipto hasta Libia y Siria, reclamaban su lugar en  las primeras páginas, mientras que las actuaciones de un ministro de  Asuntos Exteriores ponían en apuros a los seguidores que aún quedaban en  su partido. Y ahora es la crisis griega, que se cuece desde hace años,  la que sobrevive a todo lo que ha pasado y que -lo que también se aplica  a Fukushima- gravitará sobre el futuro, asfixiada por normas  coercitivas y conjuras europeas.
Y todo lo demás que ha habido y  seguirá habiendo: unos precios de la gasolina que compiten  arbitrariamente, la miseria de los refugiados, bodas principescas,  pescadores convertidos en piratas y un cambio climático que ha pasado a  segundo plano, aunque viene produciéndose desde hace años, con sus  fenómenos concomitantes, arrojando dudas fundadas sobre la continuación  de la especie humana.
En resumen se puede decir que el periodismo,  del que al fin y al cabo se trata hoy, y que -si entiendo bien el lema  de esta reunión- se quiere poner en entredicho, vive al día, se alimenta  de sensaciones y no tiene tiempo o no se toma tiempo suficiente para  iluminar el trasfondo de todo lo que, con intervalos cada vez más  breves, nos sume en crisis duraderas.
Sin embargo, ¿está el  periodismo o -formulada la pregunta más directamente- están los  periodistas dispuestos de verdad a examinarse críticamente? Como  escritor podría decir muchas cosas al respecto. Mi vida y milagros han  estado sometidos a examen permanente y con harta frecuencia he sido  objeto de intromisiones masivas, expuesto a las jaurías del periodismo  de campaña. Estoy acostumbrado a esos rituales y he sobrevivido a varias  carnicerías, con cicatrices que solo de cuando en cuando me pican. Tal  vez porque los escritores, de todas formas, nos criticamos mutuamente,  algo que los periodistas no suelen hacer casi nunca. Todo lo más alguno,  susceptible, frunce la nariz cuando las columnas del Bild Zeitung apestan excesivamente.
En cualquier caso hay excepciones. La verdad es que hace unos meses leí en el semanario Die Zeit  un intento de análisis autocrítico en el que me llamó la atención que  eran sobre todo periodistas especializados en temas económicos los que  se reprochaban no haber advertido a tiempo la gran crisis económica,  aunque había sido previsible. Sin embargo, como los periodistas aquí  reunidos tienen al parecer la intención de concentrarse en su verdadera  tarea, haciendo honor al citado Sísifo, "hombre feliz", y hacer rodar  diversas piedras que han quedado, me considero invitado a llamar por su  nombre a algunos pedruscos de diverso peso que descansan al pie de la  montaña o que, a mitad de camino, han criado ya musgo.
Recientemente estuve en Greifswald, ciudad natal del escritor Wolfgang Koeppen. A lo largo de varios actos, su novela El invernadero,  que trata del Bundestag alemán en los primeros años cincuenta del  pasado siglo, dio motivo y combustible suficiente para tomar conciencia  crítica de las representaciones de intereses, o sea, los lobbies, en una sociedad que se considera pluralista. Esos lobbies y su codicia existen, mirando solo a la República Federal, desde el principio mismo. Desde el asunto Flick, pasando por las maquinaciones de Kohl, el canciller de las donaciones, hasta las actividades chantajísticas del lobby nuclear,  de los grupos de la industria farmacéutica, de las asociaciones de  médicos y farmacéuticos y de los seguros de enfermedad, que hasta hoy  impiden una reforma sanitaria socialmente sostenible.
No en último  lugar figuran los todopoderosos bancos, cuya actividad extorsionadora  toma entre tanto como rehén al Parlamento electo y al Gobierno. Los  bancos hacen de destino, de destino inexorable. Tienen su propia vida.  Sus juntas directivas y grandes accionistas se organizan en una sociedad  paralela. Las repercusiones de su gestión financiera basada en el  riesgo recaerán en definitiva sobre los ciudadanos como contribuyentes.  Somos nosotros los que respondemos por los bancos, cuyas fosas de miles  de millones están siempre hambrientas.
Naturalmente, también los  diarios y semanarios, es decir, los periodistas, están expuestos a esa  omnipotencia. No hace falta ya ninguna censura pasada de moda, basta la  mera concesión o denegación de anuncios para chantajear a una prensa  escrita cuya existencia peligra de todos modos. Sin embargo -a pesar de  consignas de silencio subliminales-, será necesario, mediante un  periodismo concienzudo, llegar al fondo de las cosas, informando a la  opinión pública sobre el ejercicio ilegítimo del poder de los lobbies.  Ese poder amenaza la democracia mucho más que los peligros  histéricamente invocados que, al estilo de Thilo Sarrazin, difunden  espanto y miedo. Resta credibilidad a los parlamentarios y al Gobierno.  Contribuye a que aumente la abstención electoral. Y como no se puede  eliminar, porque las representaciones de intereses tienen su razón de  ser, hay que establecer límites severos, aunque sea en forma de una  milla prohibida en torno al Bundestag, a fin de mantener al ejército de  presionadores a una distancia razonable. Tampoco es de recibo que haya  políticos, entre ellos de alto nivel, que apenas se han liberado de su  cargo como de un fardo molesto, ocupan puestos generosamente dotados en  la dirección de consorcios y de asociaciones de intereses. No hay  remedio, hay que leer, como suelo hacer de buena gana, la sección de  economía del Frankfurter Allgemeine Zeitung, para enterarse de  que un tal señor Markus Kerber, que durante largo tiempo trabajó en el  Ministerio Federal del Interior y luego en el Ministerio de Hacienda,  atenderá a principios de julio de este año un llamamiento que lo  convertirá en gerente de la Unión Federal de Industrias Alemanas. Allí,  como revela elogiosamente el FAZ, sus conocimientos de insider  beneficiarán a esa poderosa unión. Ese cambio de puesto y otros  semejantes ilustran una situación que es claramente abusiva. Pero desde  hace años habitual. Por eso hace falta -creo yo- un periodo de carencia  legalmente establecido de por lo menos cinco años; a no ser que la  opinión pública y, especialmente, los periodistas estimen que la  política es de por sí venal y debe seguir siéndolo.
Otro ejemplo  de opinión pública insuficientemente informada apareció ya al principio  de mi intervención. Se trata del servicio militar obligatorio que  liquidó por sorpresa el polifacético Guttenberg. Sin duda leo cada vez  más artículos sobre lo difícil que es reclutar suficientes soldados  profesionales y voluntarios a plazo, sin duda existe preocupación por  qué juramento y en qué forma tendrán que prestarlo los mercenarios, sin  duda tendrá que lamentar el ministro de Defensa haber recibido de su  predecesor solo una chapuza, pero casi nadie se da o quiere darse cuenta  de lo que significa despedirnos de los "ciudadanos de uniforme" y  tratar en el futuro con unas fuerzas armadas que, como enseña la  experiencia, tienen todas las probabilidades de convertirse, en calidad  de ejército mercenario, en un Estado dentro del Estado. Esa recaída en  las prácticas de reclutamiento de Wallenstein se produce en tiempos de  crecientes intervenciones en el extranjero, casi sin oposición y  mientras -de forma bastante delirante- se defiende nuestra libertad en  el Hindukush.
Ante ese abismo evidente, séame permitido echar una  ojeada al pasado. Como entre tanto he adquirido como los árboles anillos  de edad suficientes, me acuerdo muy bien de la aparición de la  Bundeswehr, de las artimañas de Konrad Adenauer, de la llamada Oficina Blank,  de mi rechazo al rearme y mis ulteriores esfuerzos políticos como  ciudadano para contribuir un poco a que el concepto de "ciudadanos de  uniforme" pudiera ser aplicado, y también a que en el curso de los años,  y venciendo tenaces resistencias, se reconociera legalmente a los  objetores de conciencia el derecho de prestar un servicio supletorio.  Sin embargo, en el futuro desaparecerán sus servicios sociales de  atención a ancianos y enfermos. ¡Qué pérdida más imposible de compensar!  Porque los mercenarios no se oponen a nada. A menos que les rebajen el  sueldo.
Esa monstruosidad, que se nos quiere vender como reforma,  cambiará la filosofía de la República Federal y de los ciudadanos de ese  Estado de una forma dañina para la democracia. Considero un escándalo  que no solo los partidos que están en el Gobierno, sino también los tres  partidos de la oposición, y por consiguiente también el SPD, que desde  Fritz Erler, pasando por Helmut Schmidt y Georg Leber, hasta Peter  Struck, ha tenido excelentes políticos en asuntos de política de  defensa, no tengan fuerzas para someter a debate una alternativa a esa  evolución que resulta ya aberrante. Y fallan también todos los  periodistas que aceptan lo que, con mucha sangre azul, nos quieren hacer  tragar.
Aquí resulta ineludible citar otros ejemplos que  evidencian lo que se está descuidando y, además de otras cosas, sigue  siendo tarea de los periodistas: poner el dedo en la llaga mientras  sigue abierta. Hablo de las consecuencias de la apresurada realización  de la unidad alemana, exclusivamente con arreglo a intereses y criterios  de la Alemania occidental. Han pasado más de veinte años y el autobombo  fue seguido de las oportunas celebraciones. Sin embargo, quien se fije o  esté dispuesto a fijarse podrá ver lo que ya entonces era previsible,  pero ahora se ha hecho realidad en mayor grado: el Este es propiedad del  Oeste. La degradación social de los ciudadanos de la antigua República  Democrática Alemana y sus descendientes a alemanes de segunda se ha  hecho tan real que, cada vez más, los jóvenes dejan sus comunidades y  ciudades, grandes o pequeñas, para irse al Oeste. Algunas regiones  comienzan a despoblarse. Y con harta frecuencia son los radicales de  derechas los que se quedan, se enquistan en hordas y marcan el tono en  las regiones abandonadas, de una forma inconfundible. La opinión pública  sabe poco de ello, y cuando lo sabe, es sin llegar al fondo.
Un  añadido de carácter literario: cuando recientemente se iba a conceder  una vez más el Premio Alfred Döblin, que fundé a mediados de los  setenta, algunos autores finalistas leyeron fragmentos de sus  manuscritos, en el Literarisches Colloquium de Berlín. Entre ellos  estaba una joven escritora, Judith Schalansky, que leyó pasajes de su  novela El cuello de la jirafa, publicada en otoño del año pasado.  El argumento se desarrolla en una pequeña ciudad de la Pomerania  anterior, más o menos castigada por el éxodo de sus habitantes. Una  profesora de biología de corte severo enseña a sus alumnos de número  decreciente según el principio de selección darwiniano y sabiendo  perfectamente que, por falta de escolares, su escuela dejará de existir  dentro de tres o cuatro años. Pero además hay una naturaleza que se va  apoderando de superficies en barbecho abandonadas y edificios en ruinas.  Germina y brota de mil formas en la tierra sin cultivar. Plantas que se  han vuelto raras proliferan. Con ellas triunfan palabras hace tiempo  olvidadas. Lacónicamente, la narradora concluye esa victoria de la  naturaleza aludiendo a los en otro tiempo prometidos "paisajes  florecientes".
Ahora podría decirse: qué bien que todavía exista  la literatura, ya que los escritores llenan de cuando en cuando las  lagunas que dejan todos esos periodistas cuya tinta solo está al  servicio de un acontecer diario rápidamente cambiante. Sin embargo, como  en la actualidad, en relación con la persistente crisis de Grecia, se  recomienda como panacea confiar a una Treuhand [agencia que  supervisó la privatización de las empresas públicas del Este tras la  caída del régimen comunista] propiedades del Estado griego y  comercializarlas según las reglas de la privatización, debería  merecerles la pena a ustedes, reunidos aquí como periodistas críticos,  echar una ojeada retrospectiva a aquella Treuhand que hace veinte  años, sin control parlamentario, liquidó, como empresa semicriminal,  todo lo que llevaba el título de "propiedad del pueblo", vendiéndolo a  cazadores de gangas del Oeste; las consecuencias se hacen sentir hasta  hoy, pero, al parecer, se ignoran por consenso.
Sé que la oleada  de noticias cotidianas, reforzada por el desagüe de Internet, abruma a  quien quiere estar informado. Ya se ofrecen a unos consumidores  saturados espacios de huida virtuales. Y sin embargo, nadie puede evitar  preocuparse por el futuro de la democracia que nos regaló la voluntad  de los vencedores y por los derechos a la libertad que la Constitución  protege todavía.
No debo ni quiero recurrir al ejemplo  aleccionador de Weimar, porque los fenómenos actuales de cansancio y  desintegración en la estructura de nuestro Estado ofrecen motivos  suficientes para dudar seriamente de que nuestra Constitución pueda  seguir garantizando lo que promete. La deriva disgregadora hacia una  sociedad de clases con una mayoría que se va empobreciendo y una clase  alta y rica que se va separando, la montaña de deudas, cuya cumbre se ha  cubierto entre tanto por una nube de ceros, la incapacidad e impotencia  demostradas de los parlamentarios electos frente al poder concentrado  de las asociaciones de intereses y, no en último lugar, el  estrangulamiento por los bancos hacen urgente, en mi opinión, hacer algo  hasta ahora impronunciable: poner en tela de juicio el sistema.
No  teman. No voy a hacer un llamamiento a la revolución. En lo que a  Europa se refiere, la revolución se produjo por última vez en el siglo  XX, y por cierto en plural, con los resultados conocidos, entre los que  estuvieron contrarrevoluciones y genocidios. Se trata más bien, desde el  interior de toda la sociedad, de formular, como entre tanto hacen  muchos ciudadanos, preguntas reivindicativas: ¿es asumible aún un  sistema capitalista que se prescribe forzosamente a la democracia, en el  que la economía financiera se ha separado en gran parte de la economía  real, aunque la amenace una y otra vez con crisis de fabricación  doméstica? ¿Deben seguir siendo válidos para nosotros artículos de fe  como mercado, consumo y beneficio, sustitutivos de la religión?
Para  mí, en cualquier caso, es evidente que el sistema capitalista,  fomentado por el neoliberalismo y sin alternativa, tal como se nos  presenta, ha degenerado en una maquinaria de destrucción del capital y,  lejos de la economía social de mercado en otro tiempo exitosa, solo se  complace en sí mismo; es un Moloc, asocial y no refrenado eficazmente  por ninguna ley.
Por eso se plantea la pregunta: la forma de  Estado que hemos elegido, es decir, la democracia parlamentaria, ¿tiene  aún la voluntad y la fuerza necesarias para apartar esa desintegración  que la invade? ¿O en lo sucesivo deberá relegarse al terreno de lo  optativo cualquier intento de reforma, de someter a control a los bancos  y su forma de manejar el capital -es decir, de obligarlos a trabajar  para el bien común- con la frase hasta ahora habitual "eso, en el mejor  de los casos, solo puede resolverse globalmente"?
Una cosa me  parece segura: si las democracias occidentales demuestran ser incapaces  de hacer frente con reformas fundamentales a los peligros reales  inminentes y a los previsibles, no podrán soportar lo que en los  próximos años resultará ineludible: crisis que empollarán otras crisis,  el aumento irrefrenable de la población mundial, los flujos de  refugiados desencadendos por la falta de agua, el hambre y el  empobrecimiento, y el cambio climático fabricado por el hombre. Sin  embargo, una desintegración del orden democrático haría surgir -de lo  que hay suficientes ejemplos- un vacío que podrían ocupar fuerzas cuya  descripción rebasa nuestra imaginación, por mucho que seamos gatos  escaldados y estemos marcados por las consecuencias todavía visibles del  fascismo y el estalinismo.
¿Exagero? Si lo hago, no lo  suficiente. Con ayuda de solo algunos ejemplos había que hacer visibles  los puntos ciegos. Que no faltan. Además habría que quejarse del poder  de los consorcios en el ámbito de la prensa, de las inefables tertulias  de la televisión pública y del oportunismo hoy socialmente aceptable,  tal como se difunde a diario con la tinta fresca. Sin embargo, de eso  ustedes, a quienes se recomienda más o menos insistentemente una  "información equilibrada", como suavizante, pueden hablar con más  precisión.
Más bien parece apropiado citar otra vez al santo  patrón de esta conferencia. Cuando yo era joven, y durante los primeros  años de la posguerra trataba de orientarme en un entorno destruido por  el desvarío ideológico, se me presentó la variedad francesa del  existencialismo. Estaba casi de moda dárselas de existencialista y  vestirse de oscuro. Y especialmente era la disputa entre Sartre y Camus  la que salpicaba por encima de la frontera, llegando a los talleres de  la Academia de Bellas Artes de Düsseldorf, en la que yo aprendía mi  primera profesión de escultor, y donde provocaba debates que,  naturalmente, eran muy enconados. La ignorancia no impedía apasionarse y  vociferar. Solo más tarde me decidí por Camus. Me impresionó su visión  del hombre rebelde, es decir, su defensa de la oposición permanente.  Cuando más o menos a mediados de los cincuenta apareció El mito de Sísifo  en traducción alemana, fueron sus frases las que me mostraron el  camino. Por ejemplo, la definición de felicidad: "Hace del destino un  asunto del hombre, que debe ser resuelto por los hombres". A la que se  añade la hermosa certeza: "Las verdades aplastantes perecen al ser  reconocidas".
Supongo que esas ideas resultarán también adecuadas  para determinar su trabajo de periodistas. Solo tenemos este mundo. Y  como la existencia de la especie humana en el planeta azul es de fecha  reciente y su duración depende de lo que hagamos o dejemos de hacer,  somos responsables de su estado. Lo hemos desfigurado en gran medida, lo  hemos sobreexplotado y dejaremos a nuestros descendientes una carga  hereditaria inevitable. De forma que hay que reconocer y nombrar esas y  otras verdades. Hay que hacer rodar las piedras. A ese trabajo forzado  para toda la vida nos anima Albert Camus. Dice: "La lucha misma hacia  las cimas basta para llenar el corazón de un hombre. Hay que imaginarse a  Sísifo feliz".
    http://www.elpais.com/articulo/reportajes/piedra/Sisifo/elpepusocdmg/20110724elpdmgrep_10/Tes