sábado, 5 de junio de 2010

Baltasar Garzón - Cambio de tercio

Texto de Eduardo Martín de Pozuelo
“Aquí me tienes, guardando 20 años de mi vida en cajas”, dijo un emocionado y triste Baltasar Garzón el día que fue suspendido de la Audiencia Nacional por una causa abierta contra él. Un duro golpe para este juez que no deja indiferente a nadie y cuyos íntimos aseguran que sólo le guía un ideal de justicia universal.
Garzón despierta entusiasmo y animadversión a partes iguales. En la imagen recibe un cálido homenaje recientemente en París
El viernes 14 de mayo, alrededor de las seis de la tarde, un Baltasar Garzón mucho más silencioso de lo habitual, pensativo y triste, iba de acá para allá por su despacho de la Audiencia Nacional metiendo papeles, recuerdos y agendas en una decena de cajas que los funcionarios de su juzgado le habían dejado en torno a la mesa baja y semirrodeada de sofás que tiene frente a su mesa de trabajo. Un espacio que cumple como salón para atender visitas o para intercambiar opiniones con los compañeros sobre los casos que llevan. Los interrogados se sientan frente a él. El saloncito no es para ellos.

Sus notas, la ikurriña que le regalaron en el País Vasco por ser azote de ETA, la reproducción del Gernika... “Estoy guardando en cajas 20 años de mi vida”, comentó en voz alta, quizá sin darse cuenta del impacto que provocó con su frase. Las puertas de su despacho estaban abiertas; la que da a la zona donde trabajan la veintena de funcionarios de su juzgado –que literalmente le adoran¬ y la que da al pasillo, por el que un sinfín de compañeros y funcionarios de otros juzgados pasaban para despedirse. Algunos, emocionados; otros, no se sabe.

La decisión de suspenderle del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y la noticia de la apertura de juicio oral por el asunto de los crímenes del franquismo no habían sentado bien en la Audiencia Nacional. Los comentarios que se oían en aquel pasillo no eran nada halagadores ni para el órgano de gobierno de los jueces, ni para el Tribunal Supremo. Pero en aquel momento eso no consolaba a ninguno de los compañeros y amigos convencidos en la inocencia del juez.

En la estantería, a la izquierda, según se mira al ventanal a través del que ETA quiso dispararle a la cabeza, ya no estaba la foto en la que se le veía bailando sevillanas con una mujer que los que no la reconocían pensaban que era Rosario, Yayo, su esposa. No era Yayo –que esa tarde le acompañaba en el juzgado– la de la foto “emocionalmente necesaria para mí”, según había comentado Garzón muchas veces.
La foto recogía un instante de alegría con Carmen Tagle, su fiscal, en cierta forma su mentora, asesinada por ETA en 1989 ante la puerta de su casa. Fue entonces cuando se juró sobre el cadáver de su amiga que el crimen y ETA no quedarían impunes. Garzón escribió en su libro Un mundo sin miedo lo que ya había contado a sus allegados: “Cuando la mataron me dio un vuelco el corazón, me quedé sin voz, y cada vez que recuerdo aquel día se me eriza la piel”. Y la verdad es que sólo hay que hablar un rato de ETA con Garzón para que Carmen surja. “Nunca la olvidaré”, repite.

Antes de verse a sí mismo guardando 20 años de su vida, ese día ya habían pasado muchas cosas en la Audiencia Nacional. La mañana había comenzado rutinaria pese a los rumores que daban por hecha su suspensión. Baltasar Garzón había madrugado como de costumbre y estaba trabajando en el caso Pretoria, que afecta a ex altos cargos políticos catalanes. El ambiente del Juzgado Central de Instrucción número 5 se respiraba extraño; aunque ningún funcionario del juzgado se atrevió a comentar nada. Garzón siguió con la labor diaria en la que le sumían los cuatro centenares de casos que permanentemente llevaba su juzgado y no dio muestras de estar afectado por lo que se avecinaba.

A la una y cuarto, su móvil, el que lleva de salvapantallas a Aurorita, su primera nieta, a la que enseña en cuanto uno se descuida, emitió el pitido de un SMS: “Consumado”. Nada más. Y nada menos. Por fin supo de su suspensión y que tenía que abandonar el juzgado al que había llegado en 1988. Garzón interrumpió su trabajo por la noticia, todavía extraoficial, y por la irrupción en el despacho de unos desmoralizados compañeros, como Dolores Delgado, la fiscal antiterrorista, y los jueces Santiago Pedraz (su sustituto) y Fernando Andreu, amigo suyo. Al poco llegó Yayo, su esposa. Todos ellos habían recibido el mismo SMS y habían corrido al juzgado.

Tras unos comentarios de apoyo y cara de circunstancias, Garzón abrió la puerta que comunica con el resto de las dependencias del juzgado y dio la noticia a sus funcionarios. Los presentes hicieron el ademán de irse, como si aquel trámite fuera íntimo. Garzón lo impidió. El juez habló a su gente y les explicó que su suspensión estaba hecha. No les pilló de sorpresa. Unas semanas antes, cuando el juez del Tribunal Supremo, Luciano Varela, se afanaba y aceleraba la causa para procesarle por prevaricación en el caso de la memoria histórica, Garzón ya les había reunido y explicado lo que imaginaba que sucedería.

Pero no por sabida la noticia anuló emociones. Hubo lloros, veladas protestas, y un sentimiento de profunda injusticia se apoderó de las mujeres y los hombres que tantos años habían trabajado con él. Pilar, la limpiadora, hincha del Barça, como el juez –“es mi héroe, dice–, lloró y suspiró sin contención. “Lo mejor que me ha pasado en la vida ha sido conocerle”, dice. Nunca olvida su regalo de Navidad para Garzón.

Magazine

No hay comentarios:

Publicar un comentario