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domingo, 21 de abril de 2013

Villegas reafirma tesis de que Chile vive una “revolución” y cuestiona a quienes hablan de meras “demandas ciudadanas”


20 de Abril de 2013
Dice que existen “personajes porfiados” que lo niegan

Villegas reafirma tesis de que Chile vive una “revolución” y cuestiona a quienes hablan de meras “demandas ciudadanas”

Un factor que incide a su juicio es la deslegitimación de “todos los componente esenciales del sistema de ideas y valores que sostiene el actual orden social: el lucro, el éxito medido por el dinero y la posición social, el deterioro en credibilidad de su principal confesión religiosa, el virtual desmoronamiento en la fe pública de instituciones vitales como las de la política y la justicia, el rechazo a los sistemas de salud y previsionales, por cierto al sistema educacional, a las tradiciones valóricas relativas al sexo y al género, a las normas de comportamiento cotidiano”.

El columnista y sociólogo, Fernando Villegas, reafirmó su tesis respecto a que en el país se vive una “revolución” por todas las señales que existen, cuestionando de paso a quienes hablan de meras “demandas ciudadanas” que responden a una sociedad que está cada día más empoderada.

Así lo expone en su columna en La Tercera, en donde sostiene que hay señales claras de una “revolución que se ha echado a la boca y “está en trance de aprestarse a comérsela y digerirla”.

Sin embargo, el también escritor cuestiona a quienes no creen en estas señales, afirmando que hay “quienes no desean ni siquiera oír hablar de eso se obstinan en decir que no, que cómo se le ocurre decir eso, que se está exagerando, que todo no es sino “la demanda ciudadana de un pueblo empoderado”.

En ese sentido, Villegas recurre a su conocido sarcasmo y expresa que “estos personajes porfiados podrían decir lo siguiente: “es verdad que hay una enorme mayoría de jóvenes deseando cambiar o incluso demoler el modelo, un gran contingente de gente de izquierda redescubriendo sus aspiraciones, clichés y tropismos adolescentes, partidos y/o movimientos y/o sectas que agitan todo lo que puede agitarse, un Estado débil al cual le cuesta un mundo o hasta le resulta imposible imponer el orden, un discurso ideológico deslegitimando todas las instituciones del actual sistema, valores novedosos y “progresistas” imponiendo su devocionario con cierta violencia verbal y conceptual y echando a empujones del escenario a los antiguos, un elevado grado de crispamiento político y emocional dividiendo ya incluso las familias, amen de etnias y comunidades aspirando a la autonomía y otras acercándose a lo mismo, poderes paralelos –la calle y los movimientos sociales- atreviéndose a todo, incluso a bailar zapateado americano sobre la mesa de los Honorables, en fin, que hay eso y mucho más, pero aun así eso es sólo “la demanda ciudadana de un pueblo empoderado…”.

Villegas para explicar las razones por las que algunos no aceptan lo que está sucediendo en el país, señala que un sector de la población de 50 años, que experimentó “los años de beligerancia primero, de encarnizamiento después y al final de asfixia vividos entre 1971 y 1990”.
Asimismo, agrega que otro punto es el cine que “ha ayudado  a distorsionar el entendimiento del fenómeno. A la voz “revolución” asaltan la mente imágenes sacadas de una producción dde la Metro-Goldwyn-Mayer con desquiciadas turbas callejeras asaltando la Bastilla. O la clásica y muy latinoamericana de barbudos de uniformes verde oliva entrando a la capital, ya victoriosos, montados en jeeps y disparando al aire mientras un tirano de opereta huye tras bamabilas”.

En ese sentido, el columnista explica que todas las revoluciones muestran una matriz mucho más complejas que la que muestra el cine.
Añade que en todas las revoluciones existe violencia física, pero advierte que estas son menos, ya que en el 99% de la violencia que se ejerce “en escala mayor y abarca a toda o a una gran parte de la población es más bien verbal, simbólica e institucional; consiste no en golpes, disparos o guillotinas, sino en quiebres de costumbres, liquidación de intereses y prácticas y deslegitimación de los valores y normas de comportamiento del “antiguo régimen”, todo lo cual genera cambios de fortuna personal, cierre o apertura de oportunidades, comportamientos bruscos, acciones forzadas, quiebres emocionales, desconcierto y confusión”.

Respecto al tiempo cuando una sociedad comienza a transitar por un periodo de conflicto social, Villegas expone que en el país se presentan todas.

Al respecto explica que hay una generación joven que está involucrada no sólo en marchas por la calidad de la educación o por el no al lucro, sino que “en su inmensa mayoría, aunque hijos del modelo, son hijos pródigos que no tienen interés en regresar al alero parterno”.
También sostiene que una “proporción abrumadora de la población chilena entre los 15 y 30 años aproximadamente tiene cero apego al modelo, considera necesario modificarlo radicalmente o lisa y llanamente destruirlo”.

Otro factor es la deslegitimación de “todos los componente esenciales del sistema de ideas y valores que sostiene el actual orden social: el lucro, el éxito medido por el dinero y la posición social, el deterioro en credibilidad de su principal confesión religiosa, el virtual desmoronamiento en la fe pública de instituciones vitales como las de la política y la justicia, el rechazo a los sistemas de salud y previsionales, por cierto al sistema educacional, a las tradiciones valóricas relativas al sexo y al género, a las normas de comportamiento cotidiano”.

“¿Puede realmente creerse que cuando se han juntado todos esos ingredientes, dignos de una enorme y contundente cazuela, de ellos sólo emergerá un pálido caldo de hospital? La palabra “revolución” –o etapa prerrevolucionaria, si lo prefieren- puede ser innombrable, pero no parece haber otra que se ajuste mejor a lo que se siente, se huele y se ve en el aire”.

viernes, 11 de mayo de 2012

Hollande, la última carta dentro del sistema


Hollande columnaSi Angela Merkel decide no negociar con él, entonces el futuro de Europa deja de ser una incógnita para transformarse en una cuenta regresiva.
Alaa Abd El-Fattah es egipcio y revolucionario. En una entrevista realizada por Julian Assange[1], fundador de WikiLeaks, dijo: “Es un Estado postmoderno al que intentamos llegar, y no sabemos qué es exactamente, pero estamos teniendo una revolución y no simplemente reformas ordinarias. Por eso no importa lo que quiera el gobierno estadounidense (…) No sé si ganaremos esta vez, no sé si ganaremos alguna vez en esta vida, pero… basta con que casi cada semana yo tenga la sensación de poder rozar ese sueño”. ¿Y cuál es ese sueño?  “La plaza es una leyenda que dejará de existir si las familias de los mártires dejan de creer en ella. Nuestro sueño es una alternativa al régimen, si lo abandonamos por unos debates realistas, racionales y comprometidos que siguen órdenes prioritarias, desaparecerá. No hagan caso a los expertos y escuchen a los poetas, porque estamos en una revolución. Vayan con cuidado y láncense contra lo desconocido, porque es una revolución. Conmemoren a los mártires, porque entre las ideas, símbolos, historias y espectáculos nada es real salvo su sangre, y nada está garantizado salvo su eternidad”.
Hollande, finalmente, ganó las elecciones en Francia. Las respuestas de Alaa Abd El-Fattah ilustran lo que puede suceder si a la nueva esperanza europea, por cierto muy parecida a cuando asumió Obama en EEUU, no le dejan espacio para introducir “reformas ordinarias”. Ahora sabemos cuál es la otra alternativa. Europa no vive un estado pre-revolucionario al estilo clásico, pero está regada de pólvora. La diferencia se explica porque no hay una teoría, el horizonte es desconocido. Pero el camino sí se puede prever, las sociedades estallando ¿de un día para otro? No, sólo la chispa es instantánea.
Hollande representa el cambio dentro del modelo. Si Angela Merkel decide no negociar con él, entonces el futuro de Europa deja de ser una incógnita para transformarse en una cuenta regresiva. Para el reciente ganador de las elecciones, su preocupación principal será Francia. La política interna sigue resolviendo las elecciones y aún le faltan ganar los comicios legislativos que decidirán al Primer Ministro (Francia tiene un sistema semi-presidencialista, para imponer su política necesita además la mayoría legislativa). Sarkozy no perdió por los planes de austeridad impuestos al resto de la comunidad junto con Alemania, fue derrotado por deshacer el Estado de bienestar francés. Sin embargo, el peligro de implosión no está en los suburbios franceses, más bien en la periferia europea. Principalmente en España y Grecia, pero no hay que olvidar a Portugal o Italia. Por tanto, deberá afrontar dos urgencias distintas pero complementarias. Mantener la pequeña esperanza francesa y transformarse en el líder de la resistencia europea contra el neoliberalismo. España está imposibilitada luego de la voltereta ideológica de Zapatero, ex presidente socialista, y el gobierno de Rajoy que, en pocas palabras, es el sueño de cualquier revolucionario. Recorta el gasto público a su mínima versión para bajar el déficit, pero está dispuesto a seguir inyectando fondos públicos en el sistema bancario responsable de la actual crisis. En Grecia sucede otro tanto, todas las agrupaciones con posibilidad de formar gobierno expresan la necesidad de renegociar los planes de ajuste con la troika (FMI, Banco Central Europeo y Unión Europea).  
Los EURO bonos, la independencia del Banco Central Europeo (independiente del pueblo, no de ideología), la obligación de reducir el déficit público a países que viven una depresión económica con secuelas sociales profundas, serán los temas que deberán resolver en pocas semanas. La situación de la periferia europea no “aguanta” un largo debate político para definir la fórmula del crecimiento. Paradójicamente, el debate se saldó bajo el monologo neoliberal y su fracaso fue comprobado en todo el globo. De todas maneras, hay que reconocer que los actuales conservadores europeos no cuentan con una herramienta fundamental e histórica para salir de la crisis actual: hoy no pueden empaquetar la crisis y mandarla a otras latitudes. Por tal razón, deben solucionarlo con reformas internas en cuanto al papel del Estado; decidir quién gobierna, si la política o la economía; y democratizar la Unión, no es posible que el presidente de Alemania dicte el destino de todos sin un respaldo democrático de toda Europa.
En las últimas elecciones en Francia, Italia y Grecia, se vió un ascenso de los partidos políticos anti-sistema, de ultraderecha y hasta neonazis. En otros, el mismo discurso comienza a posicionarse con una fuerza capaz de torcer el rumbo político de muchos países y, como consecuencia, de la Unión. A la crisis económica y financiera, se suman: la crisis ecológica, resultado de la forma de producción, distribución y consumo de bienes actuales; la crisis política, o la nula discusión de ideas y alternativas que no sean sólo el estallido social; la crisis de gobernabilidad, resumida en la miopía ideológica que transforma cualquier reacción social en algo imprevisible; la crisis social, mediante la destrucción del empleo que repercute en la vida de las familias, desintegración de lazos sociales, etc.
Hollande es, incluso para los conservadores europeos, la última carta para evitar que todo salte por el aire. Resta saber si son capaces de dar cuenta del escenario global. Es también la última esperanza que se permitirán quienes ya no aguantan más. Y esto no por un sustento ideológico que posea el socialista francés, más bien porque debe demostrar a propios y extraños que la política institucionalizada de hoy todavía permite transformaciones. Los partidos y el sistema político son sólo la institucionalización de las transformaciones políticas que viven, vivieron y vivirán, todas las sociedades humanas. Si no están a la altura de las circunstancias, si se muestran obsoletas o no canalizan las demandas, las sociedades siempre se las arreglan para decir basta. En la política interna deberá sustentarse en el apoyo popular, en el exterior cuenta con los países del BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) para transformar las reglas de juego.  
 
Pablo Llentilin

[1] www.actualidad.rt.com

domingo, 24 de julio de 2011

REPORTAJE: UN NOBEL CONTRA EL SISTEMA La piedra de Sísifo

El premio Nobel alemán pone en tela de juicio el sistema; ataca la incapacidad de los parlamentarios frente a los grandes intereses, fustiga la codicia de los bancos y arremete contra la endeblez de la prensa. El texto corresponde a la conferencia dada en Hamburgo el pasado 2 de julio en un acto con la asociación de periodistas alemana Netzwerk Recherche

GÜNTER GRASS 24/07/2011

Señoras y señores:
¿O quizá debiera solicitar su atención como colega, ya que todos pertenecemos al gremio de los escritores y fuimos bautizados con un tintero? Al fin y al cabo, esta asamblea está bajo la advocación de Albert Camus, escritor y filósofo, y, con el lema "Hombre feliz" ha elegido como santo patrón a quien, desde los años cincuenta del pasado siglo, es mi único santo. En él, que blasfemaba contra los dioses, yo podía confiar siempre: san Sísifo.
Camus nos lo interpretó, a él y a su mito, de una forma nueva. Simplemente el hecho de que su ensayo, tan conciso de contenido como largo de efectos, fuera escrito en medio de las tribulaciones de la ocupación alemana y publicado en 1942 en París por la Librairie Gallimard, es decir, llegara a los lectores en tiempo de guerra, cuando Francia vacilaba entre la resistencia y la colaboración, es una prueba más de lo que pudo inducir a Camus a convertir plásticamente en concepto lo absurdo del acontecer mundial: la piedra sin descanso.
Sin embargo, ¿no es cierto que hoy varias piedras nos mantienen en danza? Llama la atención, mirando la última mitad del año, cuántos acontecimientos importantes, uno tras otro, mundiales o regionales, engrosaron los titulares de los periódicos compitiendo mutua y simultáneamente por el primer puesto. Parecían haber perdido toda actualidad -como agua pasada- y, sin embargo, seguían determinando el acontecer político y económico.
Así, la ridiculez del asunto del plagio de Guttenberg desplazó las consecuencias, solo ahora en el punto de mira, de la liquidación del servicio militar obligatorio, de un plumazo, por ese actor ministerial y noble. Y no solo por esa actuación lo puso por las nubes el celo periodístico; de eso hablaré luego. Sin embargo, apenas había prometido la canciller dar crédito al Barón de la Castaña, terremotos y tsunamis provocaron en el lejano Japón una catástrofe nuclear, que inmediatamente nos recordó las ruinas del reactor de Chernóbil, hace tiempo apartadas de nuestra mente, y convirtieron las elecciones regionales en acontecimientos capitales. Y mientras todavía Fukushima nos servía, como se dice en la jerga periodística, para "abrir boca", las revueltas populares en el norte de África, desde Túnez y Egipto hasta Libia y Siria, reclamaban su lugar en las primeras páginas, mientras que las actuaciones de un ministro de Asuntos Exteriores ponían en apuros a los seguidores que aún quedaban en su partido. Y ahora es la crisis griega, que se cuece desde hace años, la que sobrevive a todo lo que ha pasado y que -lo que también se aplica a Fukushima- gravitará sobre el futuro, asfixiada por normas coercitivas y conjuras europeas.
Y todo lo demás que ha habido y seguirá habiendo: unos precios de la gasolina que compiten arbitrariamente, la miseria de los refugiados, bodas principescas, pescadores convertidos en piratas y un cambio climático que ha pasado a segundo plano, aunque viene produciéndose desde hace años, con sus fenómenos concomitantes, arrojando dudas fundadas sobre la continuación de la especie humana.
En resumen se puede decir que el periodismo, del que al fin y al cabo se trata hoy, y que -si entiendo bien el lema de esta reunión- se quiere poner en entredicho, vive al día, se alimenta de sensaciones y no tiene tiempo o no se toma tiempo suficiente para iluminar el trasfondo de todo lo que, con intervalos cada vez más breves, nos sume en crisis duraderas.
Sin embargo, ¿está el periodismo o -formulada la pregunta más directamente- están los periodistas dispuestos de verdad a examinarse críticamente? Como escritor podría decir muchas cosas al respecto. Mi vida y milagros han estado sometidos a examen permanente y con harta frecuencia he sido objeto de intromisiones masivas, expuesto a las jaurías del periodismo de campaña. Estoy acostumbrado a esos rituales y he sobrevivido a varias carnicerías, con cicatrices que solo de cuando en cuando me pican. Tal vez porque los escritores, de todas formas, nos criticamos mutuamente, algo que los periodistas no suelen hacer casi nunca. Todo lo más alguno, susceptible, frunce la nariz cuando las columnas del Bild Zeitung apestan excesivamente.
En cualquier caso hay excepciones. La verdad es que hace unos meses leí en el semanario Die Zeit un intento de análisis autocrítico en el que me llamó la atención que eran sobre todo periodistas especializados en temas económicos los que se reprochaban no haber advertido a tiempo la gran crisis económica, aunque había sido previsible. Sin embargo, como los periodistas aquí reunidos tienen al parecer la intención de concentrarse en su verdadera tarea, haciendo honor al citado Sísifo, "hombre feliz", y hacer rodar diversas piedras que han quedado, me considero invitado a llamar por su nombre a algunos pedruscos de diverso peso que descansan al pie de la montaña o que, a mitad de camino, han criado ya musgo.
Recientemente estuve en Greifswald, ciudad natal del escritor Wolfgang Koeppen. A lo largo de varios actos, su novela El invernadero, que trata del Bundestag alemán en los primeros años cincuenta del pasado siglo, dio motivo y combustible suficiente para tomar conciencia crítica de las representaciones de intereses, o sea, los lobbies, en una sociedad que se considera pluralista. Esos lobbies y su codicia existen, mirando solo a la República Federal, desde el principio mismo. Desde el asunto Flick, pasando por las maquinaciones de Kohl, el canciller de las donaciones, hasta las actividades chantajísticas del lobby nuclear, de los grupos de la industria farmacéutica, de las asociaciones de médicos y farmacéuticos y de los seguros de enfermedad, que hasta hoy impiden una reforma sanitaria socialmente sostenible.
No en último lugar figuran los todopoderosos bancos, cuya actividad extorsionadora toma entre tanto como rehén al Parlamento electo y al Gobierno. Los bancos hacen de destino, de destino inexorable. Tienen su propia vida. Sus juntas directivas y grandes accionistas se organizan en una sociedad paralela. Las repercusiones de su gestión financiera basada en el riesgo recaerán en definitiva sobre los ciudadanos como contribuyentes. Somos nosotros los que respondemos por los bancos, cuyas fosas de miles de millones están siempre hambrientas.
Naturalmente, también los diarios y semanarios, es decir, los periodistas, están expuestos a esa omnipotencia. No hace falta ya ninguna censura pasada de moda, basta la mera concesión o denegación de anuncios para chantajear a una prensa escrita cuya existencia peligra de todos modos. Sin embargo -a pesar de consignas de silencio subliminales-, será necesario, mediante un periodismo concienzudo, llegar al fondo de las cosas, informando a la opinión pública sobre el ejercicio ilegítimo del poder de los lobbies. Ese poder amenaza la democracia mucho más que los peligros histéricamente invocados que, al estilo de Thilo Sarrazin, difunden espanto y miedo. Resta credibilidad a los parlamentarios y al Gobierno. Contribuye a que aumente la abstención electoral. Y como no se puede eliminar, porque las representaciones de intereses tienen su razón de ser, hay que establecer límites severos, aunque sea en forma de una milla prohibida en torno al Bundestag, a fin de mantener al ejército de presionadores a una distancia razonable. Tampoco es de recibo que haya políticos, entre ellos de alto nivel, que apenas se han liberado de su cargo como de un fardo molesto, ocupan puestos generosamente dotados en la dirección de consorcios y de asociaciones de intereses. No hay remedio, hay que leer, como suelo hacer de buena gana, la sección de economía del Frankfurter Allgemeine Zeitung, para enterarse de que un tal señor Markus Kerber, que durante largo tiempo trabajó en el Ministerio Federal del Interior y luego en el Ministerio de Hacienda, atenderá a principios de julio de este año un llamamiento que lo convertirá en gerente de la Unión Federal de Industrias Alemanas. Allí, como revela elogiosamente el FAZ, sus conocimientos de insider beneficiarán a esa poderosa unión. Ese cambio de puesto y otros semejantes ilustran una situación que es claramente abusiva. Pero desde hace años habitual. Por eso hace falta -creo yo- un periodo de carencia legalmente establecido de por lo menos cinco años; a no ser que la opinión pública y, especialmente, los periodistas estimen que la política es de por sí venal y debe seguir siéndolo.
Otro ejemplo de opinión pública insuficientemente informada apareció ya al principio de mi intervención. Se trata del servicio militar obligatorio que liquidó por sorpresa el polifacético Guttenberg. Sin duda leo cada vez más artículos sobre lo difícil que es reclutar suficientes soldados profesionales y voluntarios a plazo, sin duda existe preocupación por qué juramento y en qué forma tendrán que prestarlo los mercenarios, sin duda tendrá que lamentar el ministro de Defensa haber recibido de su predecesor solo una chapuza, pero casi nadie se da o quiere darse cuenta de lo que significa despedirnos de los "ciudadanos de uniforme" y tratar en el futuro con unas fuerzas armadas que, como enseña la experiencia, tienen todas las probabilidades de convertirse, en calidad de ejército mercenario, en un Estado dentro del Estado. Esa recaída en las prácticas de reclutamiento de Wallenstein se produce en tiempos de crecientes intervenciones en el extranjero, casi sin oposición y mientras -de forma bastante delirante- se defiende nuestra libertad en el Hindukush.
Ante ese abismo evidente, séame permitido echar una ojeada al pasado. Como entre tanto he adquirido como los árboles anillos de edad suficientes, me acuerdo muy bien de la aparición de la Bundeswehr, de las artimañas de Konrad Adenauer, de la llamada Oficina Blank, de mi rechazo al rearme y mis ulteriores esfuerzos políticos como ciudadano para contribuir un poco a que el concepto de "ciudadanos de uniforme" pudiera ser aplicado, y también a que en el curso de los años, y venciendo tenaces resistencias, se reconociera legalmente a los objetores de conciencia el derecho de prestar un servicio supletorio. Sin embargo, en el futuro desaparecerán sus servicios sociales de atención a ancianos y enfermos. ¡Qué pérdida más imposible de compensar! Porque los mercenarios no se oponen a nada. A menos que les rebajen el sueldo.
Esa monstruosidad, que se nos quiere vender como reforma, cambiará la filosofía de la República Federal y de los ciudadanos de ese Estado de una forma dañina para la democracia. Considero un escándalo que no solo los partidos que están en el Gobierno, sino también los tres partidos de la oposición, y por consiguiente también el SPD, que desde Fritz Erler, pasando por Helmut Schmidt y Georg Leber, hasta Peter Struck, ha tenido excelentes políticos en asuntos de política de defensa, no tengan fuerzas para someter a debate una alternativa a esa evolución que resulta ya aberrante. Y fallan también todos los periodistas que aceptan lo que, con mucha sangre azul, nos quieren hacer tragar.
Aquí resulta ineludible citar otros ejemplos que evidencian lo que se está descuidando y, además de otras cosas, sigue siendo tarea de los periodistas: poner el dedo en la llaga mientras sigue abierta. Hablo de las consecuencias de la apresurada realización de la unidad alemana, exclusivamente con arreglo a intereses y criterios de la Alemania occidental. Han pasado más de veinte años y el autobombo fue seguido de las oportunas celebraciones. Sin embargo, quien se fije o esté dispuesto a fijarse podrá ver lo que ya entonces era previsible, pero ahora se ha hecho realidad en mayor grado: el Este es propiedad del Oeste. La degradación social de los ciudadanos de la antigua República Democrática Alemana y sus descendientes a alemanes de segunda se ha hecho tan real que, cada vez más, los jóvenes dejan sus comunidades y ciudades, grandes o pequeñas, para irse al Oeste. Algunas regiones comienzan a despoblarse. Y con harta frecuencia son los radicales de derechas los que se quedan, se enquistan en hordas y marcan el tono en las regiones abandonadas, de una forma inconfundible. La opinión pública sabe poco de ello, y cuando lo sabe, es sin llegar al fondo.
Un añadido de carácter literario: cuando recientemente se iba a conceder una vez más el Premio Alfred Döblin, que fundé a mediados de los setenta, algunos autores finalistas leyeron fragmentos de sus manuscritos, en el Literarisches Colloquium de Berlín. Entre ellos estaba una joven escritora, Judith Schalansky, que leyó pasajes de su novela El cuello de la jirafa, publicada en otoño del año pasado. El argumento se desarrolla en una pequeña ciudad de la Pomerania anterior, más o menos castigada por el éxodo de sus habitantes. Una profesora de biología de corte severo enseña a sus alumnos de número decreciente según el principio de selección darwiniano y sabiendo perfectamente que, por falta de escolares, su escuela dejará de existir dentro de tres o cuatro años. Pero además hay una naturaleza que se va apoderando de superficies en barbecho abandonadas y edificios en ruinas. Germina y brota de mil formas en la tierra sin cultivar. Plantas que se han vuelto raras proliferan. Con ellas triunfan palabras hace tiempo olvidadas. Lacónicamente, la narradora concluye esa victoria de la naturaleza aludiendo a los en otro tiempo prometidos "paisajes florecientes".
Ahora podría decirse: qué bien que todavía exista la literatura, ya que los escritores llenan de cuando en cuando las lagunas que dejan todos esos periodistas cuya tinta solo está al servicio de un acontecer diario rápidamente cambiante. Sin embargo, como en la actualidad, en relación con la persistente crisis de Grecia, se recomienda como panacea confiar a una Treuhand [agencia que supervisó la privatización de las empresas públicas del Este tras la caída del régimen comunista] propiedades del Estado griego y comercializarlas según las reglas de la privatización, debería merecerles la pena a ustedes, reunidos aquí como periodistas críticos, echar una ojeada retrospectiva a aquella Treuhand que hace veinte años, sin control parlamentario, liquidó, como empresa semicriminal, todo lo que llevaba el título de "propiedad del pueblo", vendiéndolo a cazadores de gangas del Oeste; las consecuencias se hacen sentir hasta hoy, pero, al parecer, se ignoran por consenso.
Sé que la oleada de noticias cotidianas, reforzada por el desagüe de Internet, abruma a quien quiere estar informado. Ya se ofrecen a unos consumidores saturados espacios de huida virtuales. Y sin embargo, nadie puede evitar preocuparse por el futuro de la democracia que nos regaló la voluntad de los vencedores y por los derechos a la libertad que la Constitución protege todavía.
No debo ni quiero recurrir al ejemplo aleccionador de Weimar, porque los fenómenos actuales de cansancio y desintegración en la estructura de nuestro Estado ofrecen motivos suficientes para dudar seriamente de que nuestra Constitución pueda seguir garantizando lo que promete. La deriva disgregadora hacia una sociedad de clases con una mayoría que se va empobreciendo y una clase alta y rica que se va separando, la montaña de deudas, cuya cumbre se ha cubierto entre tanto por una nube de ceros, la incapacidad e impotencia demostradas de los parlamentarios electos frente al poder concentrado de las asociaciones de intereses y, no en último lugar, el estrangulamiento por los bancos hacen urgente, en mi opinión, hacer algo hasta ahora impronunciable: poner en tela de juicio el sistema.
No teman. No voy a hacer un llamamiento a la revolución. En lo que a Europa se refiere, la revolución se produjo por última vez en el siglo XX, y por cierto en plural, con los resultados conocidos, entre los que estuvieron contrarrevoluciones y genocidios. Se trata más bien, desde el interior de toda la sociedad, de formular, como entre tanto hacen muchos ciudadanos, preguntas reivindicativas: ¿es asumible aún un sistema capitalista que se prescribe forzosamente a la democracia, en el que la economía financiera se ha separado en gran parte de la economía real, aunque la amenace una y otra vez con crisis de fabricación doméstica? ¿Deben seguir siendo válidos para nosotros artículos de fe como mercado, consumo y beneficio, sustitutivos de la religión?
Para mí, en cualquier caso, es evidente que el sistema capitalista, fomentado por el neoliberalismo y sin alternativa, tal como se nos presenta, ha degenerado en una maquinaria de destrucción del capital y, lejos de la economía social de mercado en otro tiempo exitosa, solo se complace en sí mismo; es un Moloc, asocial y no refrenado eficazmente por ninguna ley.
Por eso se plantea la pregunta: la forma de Estado que hemos elegido, es decir, la democracia parlamentaria, ¿tiene aún la voluntad y la fuerza necesarias para apartar esa desintegración que la invade? ¿O en lo sucesivo deberá relegarse al terreno de lo optativo cualquier intento de reforma, de someter a control a los bancos y su forma de manejar el capital -es decir, de obligarlos a trabajar para el bien común- con la frase hasta ahora habitual "eso, en el mejor de los casos, solo puede resolverse globalmente"?
Una cosa me parece segura: si las democracias occidentales demuestran ser incapaces de hacer frente con reformas fundamentales a los peligros reales inminentes y a los previsibles, no podrán soportar lo que en los próximos años resultará ineludible: crisis que empollarán otras crisis, el aumento irrefrenable de la población mundial, los flujos de refugiados desencadendos por la falta de agua, el hambre y el empobrecimiento, y el cambio climático fabricado por el hombre. Sin embargo, una desintegración del orden democrático haría surgir -de lo que hay suficientes ejemplos- un vacío que podrían ocupar fuerzas cuya descripción rebasa nuestra imaginación, por mucho que seamos gatos escaldados y estemos marcados por las consecuencias todavía visibles del fascismo y el estalinismo.
¿Exagero? Si lo hago, no lo suficiente. Con ayuda de solo algunos ejemplos había que hacer visibles los puntos ciegos. Que no faltan. Además habría que quejarse del poder de los consorcios en el ámbito de la prensa, de las inefables tertulias de la televisión pública y del oportunismo hoy socialmente aceptable, tal como se difunde a diario con la tinta fresca. Sin embargo, de eso ustedes, a quienes se recomienda más o menos insistentemente una "información equilibrada", como suavizante, pueden hablar con más precisión.
Más bien parece apropiado citar otra vez al santo patrón de esta conferencia. Cuando yo era joven, y durante los primeros años de la posguerra trataba de orientarme en un entorno destruido por el desvarío ideológico, se me presentó la variedad francesa del existencialismo. Estaba casi de moda dárselas de existencialista y vestirse de oscuro. Y especialmente era la disputa entre Sartre y Camus la que salpicaba por encima de la frontera, llegando a los talleres de la Academia de Bellas Artes de Düsseldorf, en la que yo aprendía mi primera profesión de escultor, y donde provocaba debates que, naturalmente, eran muy enconados. La ignorancia no impedía apasionarse y vociferar. Solo más tarde me decidí por Camus. Me impresionó su visión del hombre rebelde, es decir, su defensa de la oposición permanente. Cuando más o menos a mediados de los cincuenta apareció El mito de Sísifo en traducción alemana, fueron sus frases las que me mostraron el camino. Por ejemplo, la definición de felicidad: "Hace del destino un asunto del hombre, que debe ser resuelto por los hombres". A la que se añade la hermosa certeza: "Las verdades aplastantes perecen al ser reconocidas".
Supongo que esas ideas resultarán también adecuadas para determinar su trabajo de periodistas. Solo tenemos este mundo. Y como la existencia de la especie humana en el planeta azul es de fecha reciente y su duración depende de lo que hagamos o dejemos de hacer, somos responsables de su estado. Lo hemos desfigurado en gran medida, lo hemos sobreexplotado y dejaremos a nuestros descendientes una carga hereditaria inevitable. De forma que hay que reconocer y nombrar esas y otras verdades. Hay que hacer rodar las piedras. A ese trabajo forzado para toda la vida nos anima Albert Camus. Dice: "La lucha misma hacia las cimas basta para llenar el corazón de un hombre. Hay que imaginarse a Sísifo feliz".

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