Lecturas sobre el desarme del petróleo en el Golfo de México y recuerdos de las vidas perdidas en el Delta del Níger
El Mundo que viene | 29/12/2010 - 12:02h
En ese tiempo, yo era estudiante en Gran Bretaña; es decir, vivía en un país que estaba explorando los recursos naturales de otros lugares, especialmente en sus antiguas colonias. Esto no significaba que yo tuviera la más ligera noción sobre la búsqueda de recursos energéticos por parte de las naciones industrializadas ricas. Lo que eso significara para los países pobres y en desarrollo, distinguidos con el don del petróleo y que estaban empezando la carrera por controlar tales recursos, no estaba en mi radar.
La noticia me afectó profundamente en una forma no industrial ni comercial. Reflexioné en el tipo de transformación que podría provocarse cuando la mercancía básica pasara de aceite de palma a petróleo crudo.
Nunca había estado en el delta del Níger, ciertamente no antes de mi estancia en una universidad extranjera en 1954. Sabía de él sólo por mis clases de geografía en la escuela secundaria: un lugar de densos pantanos con manglares y con la folclórica Mami Wata, nuestra sirena local, mitad humana, mitad pez pero toda seducción. Mi imaginación se desplazó a la reinserción de una presencia extraña en los ritmos antiguos de la vida en el lugar: primero misioneros, comerciantes y potencias coloniales; ahora, exploración petrolera.
Mi obra “Los habitantes del pantano” tenía muy poco que ver con lo que había suscitado la idea. Mi diálogo compulsivo con la naturaleza se apoderó de mí. Las consecuencias económicas, el impacto de la lucha global por nuestra riqueza, revoloteaban débilmente en el fondo.
Se necesitarían unos decenios más para que se hicieran sentir esas consecuencias. Se necesitaría aun más tiempo para demostrar que la irresponsabilidad corporativa de los cazadores de tesoros en un oscuro rincón del mundo tenía su propia forma de extenderse, como una mancha de petróleo, hasta las costas mismas de las naciones industrializadas donde se había originado.
A mi regreso a Nigeria empecé a recorrer el país, investigando el teatro tradicional. La fase de extracción – la perforación – ya estaba en marcha y su titilante firma en los cielos era la llamarada de petróleo. Tuve la fortuna de volar por el sureste, por cortesía de una empresa constructora de carreteras. Esas llamaradas indicaban en ese tiempo nada más que la misión de la compañía: abrir la tierra a la industrialización. El petróleo sólo era el facilitador de este proceso.
Poco a poco, sin embargo, las noticias se filtraron y después empezaron a salir a borbotones como la otra cara del petróleo. El suelo de los habitantes del pantano estaba bajo asedio.
Desalojos, confiscación de tierras, demolición de casas, deterioro ambiental, pérdida de medios de subsistencia: las llamaradas de petróleo ya no eran sólo una inocua escritura en los cielos, sino el fuego de la imprevisión y la indiferencia.
En 1975, mucho antes del desastre del Exxon Valdez en 1989, otro buque cisterna, el Colocotronis, se quebró por el casco frente a las costas holandesas. Ahora bien, el derrame resultante pudo haber sido considerado una advertencia. Para mí, el nombre Colocotronis tenía ecos, de una manera siniestra, con el de Oloibiri.
Cuando empezó a conocerse la devastación ambiental del delta, yo obtuve copias de las actas judiciales del caso del Colocotronis: el veredicto había sido en contra de la compañía naviera. La atención a los detalles era impresionante; fue la primera vez que vi el valor de un ave, un insecto o un metro de tierra de labranza evaluado en dólares y en centavos. Me di cuenta de que el desglose de la flora y la fauna destruidas es contabilidad de rutina en caso de derrames petroleros, excepto, al parecer, cuando el incidente afectaba a África u otros países del tercer mundo.
Cuando un batallador amigo y también escritor tocó a mi puerta, recién llegado de la región de los habitantes del pantano, yo estaba más que preparado. Su nombre era Ken Saro-wiwa, y llegó armado con una agenda de reformas dirigida al gobierno y a las compañías petroleras. La cruzada que emprendió en nombre de su pueblo, los ogoni, lo llevaría al martirio. Sin embargo, antes de ese final devastador, logró despertar la conciencia del mundo.
A cambio de ser la olla de la riqueza en la que cada parte del mundo metía su cuchara, se habían destruido los modos tradicionales de los habitantes del delta para generar su subsistencia. Gracias a Ken, la causa del medio ambiente se volvió la causa de los pueblos indígenas y de las minorías de todo el mundo; estos querían que se les devolviera su modo de vida y que se escuchara su voz.
Le aseguré a Ken que podía dar por descontado mi apoyo.
Avanzo rápido hasta el 20 de abril del 2010 y hasta la noticia del enorme derrame de crudo en el golfo de México. Este suscitó la furia de los legisladores estadounidenses y catapultó a su presidente en mangas de camisa al lugar de los hechos. Una audiencia del Congreso congregó a ejecutivos del petróleo, que mascullaron excusas. Las noticias de todo esto dominaron los medios informativos de todo el mundo.
Cuando leí la confirmación de lo obvio –que el petróleo perdido en el golfo de México era apenas una fracción de las cantidades que se habían filtrado en las tierras de los habitantes del pantano desde hacía más de medio siglo–, cuando escuché las manifestaciones de remordimiento del director ejecutivo de British Petroleum, mi mente regresó con Saro-wiwa, ese hombre rechoncho que llevaba una pipa sin encender entre los dientes.
Su mente siempre había estado fija en las tierras de los habitantes del pantano, ese frágil ecosistema. Él tuvo una dilatada experiencia con la colaboración de las compañías petroleras y gobiernos nigerianos anteriores, que, con el tiempo, despertó la resistencia del pueblo, que tuvo sus primeros chivos expiatorios en nueve seres humanos, los Nueve de Ogoni. Me pregunté si él habría experimentado, como yo me atreví a hacerlo en su nombre, una sensación de autoafirmación o, quizá, algo parecido a un punto final.
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Distribuido por The New York Times Syndicat
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