José Manuel Lechado | Iniciativa Debate | 07/01/2013
Una desamortización es
un proceso legal que permite al Estado poner a la venta bienes que
pertenecen a terceros. Éstos pueden ser la Iglesia, la aristocracia y
otros colectivos, incluidos los municipios. En esta base se fundamenta
el fenómeno histórico conocido como Desamortización Española, que se
inició en tiempos de Carlos III, si bien su protagonista más conocido es
el ministro Juan Álvarez de Mendizábal, durante la regencia de María
Cristina Borbón. Mendizábal es el más conocido hasta ahora, pero hubo
otros. En realidad casi todos los gobiernos españoles desde finales del
siglo XVIII y durante el XIX ejecutaron en mayor o menor medida algún
tipo de desamortización de bienes con el objetivo de modernizar la
economía nacional o, más bien, para recaudar fondos.
Conseguir dinero era la
clave, pero para el imaginario colectivo ha quedado la idea de que las
desamortizaciones se dirigieron sobre todo contra la Iglesia, primero
bajo la doctrina ilustrada y más tarde siguiendo el ideario del
liberalismo triunfante. Esta idealización es bastante errónea. Las
pequeñas y limitadas desamortizaciones de Carlos III y Carlos IV se
ejecutaron sobre bienes de la Compañía de Jesús, contaron con la
aprobación del papa romano y su objetivo era más bien librar a la
Iglesia de cargas que no deseaba. En cuanto a las realizadas por los
liberales, durante el Trienio de Fernando VII, fueron insignificantes.
Las grandes
desamortizaciones que han pasado a la Historia con el apellido del
ministro de turno fueron las de Mendizábal, en 1836, y la de Madoz, en
1855. Ambas son a menudo mal interpretadas como un éxito liberal en su
afán de acabar con los privilegios y riquezas de la Iglesia Católica. Lo
cierto es que las dos desamortizaciones se convirtieron en negocios
excelentes para unos cuantos aristócratas y burgueses que consiguieron, a
precio de saldo, la propiedad legal de todo tipo de bienes. La
izquierda española, casi siempre desorientada, marca en su casillero
como tantos propios estas dos desamortizaciones, que considera hitos en
la historia de la revolución española. Sin embargo, un análisis más
detallado del proceso liberal de desamortización pone de manifiesto una
realidad mucho menos amable.
Las desamortizaciones de
Mendizábal y Madoz tenían un objetivo primordial que no era, por
supuesto, acabar con la Iglesia, sino imponer una forma única de
propiedad: la propiedad privada. Frente a ésta, el Antiguo Régimen
conoció una notable variedad de formas de propiedad que incluían muchos
comunes. Por ejemplo, tierras, bosques y pastos que la comunidad
explotaba para beneficio de todos, si bien no estaba claro quién era el
dueño de las tierras. Ni falta que hacía: este sistema, que se había
mantenido durante siglos, permitía cultivar alimentos y obtener
combustible y materiales de construcción a un enorme número de personas
que vivían en las áreas rurales y que no necesitaban ser propietarios de
ninguna tierra, sino tan sólo disfrutar del usufructo.
Los liberales que, no lo
olvidemos, eran burgueses de pura cepa, se obstinaron en «racionalizar»
el sistema de propiedad haciendo que cada milímetro cuadrado de tierra,
cada edificio, cada objeto y hasta cada persona tuvieran un dueño
definido, cuya firma, y la del notario como representante del Estado,
quedara estampada en un papel con sello oficial.
Si de repente se
confiscan bienes comunes y se ponen en el mercado de subastas, ¿quién
puede comprarlos? No el pueblo, desde luego, que a duras penas consigue
sobrevivir y no dispone de ahorros, liquidez ni crédito. Lo que se
confisque acabará, por supuesto, en manos de los ricos. Así, el primer
resultado de las desamortizaciones fue que una gran cantidad de tierras y
edificios terminaron en poder de la vieja aristocracia y la mismísima
Iglesia, que ahora podían mostrar los títulos de propiedad de esas
tierras que habían controlado desde siempre. Además surgió una nueva
oligarquía de origen burgués que se hizo con enormes patrimonios
expropiados a las comunidades.
Las consecuencias de
aquellas desamortizaciones no tuvieron nada de bueno ni de progresista,
ni tampoco contribuyeron a modernizar el país. Por el contrario, se
volvieron un manantial inagotable de conflictos a corto y largo plazo.
Entre los efectos a lamentar de aquellas desamortizaciones fulleras cabe
destacar:
-El empobrecimiento de
grupos enormes de población rural que, de repente, no podían cultivar
las tierras ni aprovechar los pastos, montes y fuentes de los que habían
vivido sus familias durante siglos.
-Como resultado de lo
anterior, una sucesión de guerras civiles, bandolerismo y violencia
protagonizados por esos campesinos pobres despojados de todo. Cuestión
de la cual, por cierto, derivan a su vez otros problemas, como el
separatismo vasco sin ir más lejos, hijo directo del carlismo.
-El despoblamiento del
campo y la masificación de las ciudades, donde se forma un proletariado
que vive y vivirá en condiciones miserables. Esto, a su vez, produce una
desestructuración del territorio, conformado por núcleos urbanos muy
concentrados (y a veces inhabitables), frente a un agro cada vez más
desierto.
-Destrucción y saqueo
del patrimonio cultural. Es en esta época cuando cientos o miles de
monumentos desamortizados quedan abandonados y en ruinas, previa venta
de sus obras de arte de mayor mérito, a menudo a coleccionistas
extranjeros. La pérdida en este sentido es incalculable, aunque sin duda
muy superior a todo el saqueo que pudieran haber hecho, por ejemplo,
las tropas de Napoleón durante la invasión de 1808.
-Degradación
medioambiental del territorio, en particular por la tala descontrolada
de bosques para ganar tierras de cultivo y, también, combatir el
bandolerismo y las guerrillas.
Todos estos efectos son
visibles aún hoy, al cabo de más de un siglo. No sólo eso, sino que la
situación no ha dejado de empeorar en todos esos aspectos. Y ello porque
el otro gran resultado de las desamortizaciones fue el surgimiento (o
más bien reforzamiento) de una clase dirigente rapaz, avariciosa y
extraordinariamente inculta que desde entonces ha demostrado una y otra
vez su falta absoluta de proyecto nacional y su incapacidad para
gobernar. Esta clase dirigente no tiene parangón en Europa occidental y
está formada por los restos de la aristocracia medieval, la Iglesia
trabucaire, un ejército ineficaz pero con vocación salvapatrias y una
burguesía gárrula. De esta mezcla aún podemos disfrutar hoy, y si a
veces tenemos la sensación de que España es un desastre sin paliativos,
al menos se sabe quién tiene la culpa.
Ahora bien, la situación
desmoralizante y angustiosa que vivimos en estos días, el «tiempo de
los recortes y la austeridad», no es sino otro episodio de la
Desamortización Española. Con otro nombre, pero fruto de ese mismo
pasado oscuro de España. Para que no quepa duda, esta nueva fase
desamortizadora la encabeza hoy un incompetente que nada tiene que
envidiar a los de ayer.
Cabe destacar que la
dictadura franquista supuso una parada relativa en el proceso de
desamortización, como en todo lo demás, pero superado este paréntesis,
los sucesivos gobiernos de la monarquía parlamentaria retomaron el
asalto a los comunes con un entusiasmo que no ha parado de crecer hasta
la orgía actual. Los antecedentes del robo a mano armada (literalmente)
del que somos víctimas han recibido nombres diversos en los últimos
años. Para no extendernos demasiado, ni perdernos en el laberinto,
recordemos el desmantelamiento industrial preconizado por el presidente
socialdemócrata González Márquez y apellidado con el engañoso nombre de
«reconversión», que caracterizó los años ochenta del siglo XX y que, en
aras de la idolatría europeísta, representó el fin de la industria
española. Esta fase desamortizadora culminó con la llamada «cultura del
pelotazo», en virtud de la cual se hicieron grandes fortunas a costa de
la venta, disolución, enajenación, etc. de numerosas empresas públicas,
sobre todo las más rentables. Fue el inicio de la moderna
desamortización, pero aún faltaba mucho camino por recorrer.
El gobierno
ultraconservador de Aznar López remachó el triste final del siglo XX con
el poco esperanzador comienzo del siglo XXI. Aznar, un hombre que se
deja llevar y con una sola idea en la cabeza, se limitó a continuar lo
que su predecesor había empezado. Aprovechando un periodo de prosperidad
económica por completo irreal, se sumó a la corriente neocon (o
ultraliberal) y no sólo zanjó el proceso de privatización de las
empresas públicas (que, recordemos, son bienes comunes), sino que empezó
a aplicar, al principio con timidez, medidas privatizadoras parciales
en los servicios públicos. Un poco «por ver qué pasaba» y para poder
decir, pavoneándose a gusto, que «España iba bien».
Una vez abierta la caja
de los truenos y viendo que nadie protestaba, los políticos, a sueldo de
la clase dominante que entorpece a España desde siempre, siguieron
haciendo más de lo mismo hasta llegar al momento presente. Ahora, bajo
la excusa de una crisis fantasmagórica y sin mostrar vergüenza alguna,
Rajoy y los suyos, la vieja oligarquía de siempre, mezcla de católicos
rancios, fascistas y advenedizos con dinero, han decidido hacer caja, de
nuevo, con los bienes de todos.
La pérdida de la
vergüenza es el rasgo más característico de esta clase dominante tan
rapaz. Tanto, que en la actualidad ya ni se molesta en guardar las
formas. Razones tienen, a fin de cuentas: el pueblo español se tragó con
mucha facilidad el bulo de la clase media y su prosperidad de papel
basada en una hipoteca eterna. Las cosas no han resultado ser como todos
pensaban y ahora, con gran parte de la población atrapada en una deuda
impagable, los ricos han decidido ser más ricos todavía a costa de
quedarse, como hicieron en el siglo XIX, con propiedades que son de
todos.
No cabe duda de que lo
que el gobierno de Rajoy Brey está llevando a cabo con tanto empeño es
una desamortización a gran escala, pero no de tierras y monasterios,
sino de bienes y servicios públicos que pertenecen a la nación, es
decir, al pueblo. No al gobierno, por lo que de entrada deberíamos
preguntarnos si el ejecutivo, por muy elegido que sea, tiene derecho a
vender cosas que no son suyas. Con derecho o sin él, las liquidan y las
venden, y el resultado es que usted y yo, el público, perdemos derechos y
servicios que nos pertenecían y que será muy difícil recuperar. Las
consecuencias pueden ser muy parecidas a las del siglo XIX, con la
inestabilidad inherente a cualquier proceso político insensato o incluso
criminal que consiste, como este, en condenar a la miseria y la
inseguridad a la mayor parte de la población.
La Desamortización de
Rajoy, este saqueo de lo público para mayor gloria de unos cuantos
privados, traerá consecuencias, entre las cuales cabe prever:
-Una gran inestabilidad
social fruto de la miseria generalizada. En este sentido apuntan las
reformas laborales del gobierno del Partido Popular, que nos hacen
retroceder siglos y que arrastran ya a millones de personas a la
precariedad.
-La indefensión
ciudadana a la que da lugar una reforma de la justicia que nos lleva a
los tiempos en que el condenado tenía que pagar de su bolsillo la cuerda
con que le ahorcaban. El sentimiento de injusticia puede ser, además,
uno de los mayores impulsores del miedo. Y éste, a su vez, potenciar la
inestabilidad.
-Un empobrecimiento
general del país, fruto de la aniquilación del sistema educativo. Es
lógico que teniendo España la clase dominante más inculta de Europa los
dirigentes consideren que educar a la población no es importante. Sin
embargo, en esto, como en tantas otras cosas, están equivocados. El
conocimiento y la cultura son valor. Y no sólo intangibles (que ya sería
lo bastante importante), sino económicos: un pueblo de zoquetes está
condenado a la miseria.
-Un futuro incierto,
lleno de miedo y zozobra, con una población atenazada por el temor a
sufrir enfermedades que no podrá curar porque no tendrá dinero para
pagar el tratamiento. Cabe pensar que esta posibilidad llena de regocijo
a empresarios y gobernantes, que se ahorrarán pagar pensiones. Sin
embargo, no hace falta ser muy listo (pero sí un poco más listo que un
oligarca español) para entender que una población enferma no es lo mejor
para sacar adelante un país.
-Una gran
conflictividad. Al menos esto sería deseable: que el pueblo español se
movilizara de una vez. Sin embargo, las cosas, por ahora, no apuntan en
este sentido. Sólo han protestado con cierto vigor, hasta el momento,
los jóvenes que forman parte del Movimiento 15-M y diversos funcionarios
públicos. Pero éstos sólo cuando el gobierno ha osado tocar sus
sueldos, y siempre por sectores. Aunque la movilización actual es
esperanzadora, lo cierto es que no es general ni está organizada. Cada
colectivo se mueve por su cuenta, no hay una visión de conjunto, no hay
demandas de tipo estructural, sino más bien salariales, y además la
clase obrera, en este zafarrancho, brilla por su ausencia. Sin duda
alguien ha hecho bien su trabajo…
Y de fondo, una enorme
desmoralización que ha prendido en el ánimo de la ciudadanía: «Protestar
no sirve para nada», «Esto va a peor», «Que me quede como estoy»… Los
mensajes de miedo se repiten constantemente en unos medios de
comunicación que están al servicio de la clase dominante. Y por si
acaso, se refuerza a la policía y se deja claro que su única finalidad
real es hacer efectivo el sometimiento de la población a palos, y a
tiros si es necesario. El estado de ánimo baja, y esto es bueno para los
ladrones, pues un pueblo desmoralizado es menos combativo. Quizá la
Desamortización de Rajoy sea más bien la Desmoralización de Rajoy.
Mariano Rajoy Brey, presidente por agotamiento y un hombre que, por
encima de todo, es muy aburrido.
En España las
desamortizaciones no han traído más que problemas que, a menudo, han
durado décadas, cuando no siglos. No será diferente la Desamortización
de Rajoy que, hablando con propiedad, ni siquiera es «de Rajoy». Como
Mendizábal y Madoz, Rajoy sólo es un hombre de paja, el pelele que
cumple las órdenes de sus superiores. Pero será su nombre, como gestor
de este desastre, el que perdure para la historia de la infamia.
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