miércoles, 1 de diciembre de 2010

TRIBUNA: La gran filtración NORMAN BIRNBAUM El mensaje que no puede oírse

NORMAN BIRNBAUM 01/12/2010

La reacción de Estados Unidos a la publicación por Wikileaks de los cables diplomáticos indica que en ese país es imposible oír su mensaje central: que su aparato imperial persiste en una tarea cada vez más imposible, la extensión de su poder en un mundo que se resiste frente a él.
Sin duda, muchos miembros de la clase política se habrán dado cuenta de que esa resistencia, muchas veces, está descoordinada, que es consecuencia del hecho de que otros pueblos experimentan el mundo desde sus respectivos puntos de vista. Sin embargo, a pesar de su educación y su experiencia, son incapaces de actuar con arreglo a ese análisis que han hecho.
La reacción de Estados Unidos ignora en gran parte el contenido de los cables. Los xenófobos exigen que se erradique a los responsables de Wikileaks y los equiparan con "terroristas". Algunos han calificado su comportamiento de "traición", con lo que están pretendiendo tener mando sobre unas personas que no deben ninguna lealtad a Estados Unidos. Otros, más refinados, lamentan el daño causado al ejercicio normal de la diplomacia por unas comunicaciones que no están sometidas al escrutinio público. La ex gobernadora Palin y la secretaria de Estado Clinton, que encabezan bandos opuestos, proceden respectivamente de lo más alto y lo más bajo de nuestra cultura. Y las dos tratan de dar legitimidad, ante sus respectivos electorados, a sus aspiraciones de poder.
Mientras tanto, nuestros dos principales periódicos han dado una extraordinaria lección de filología. Bill Keller, el director del New York Times , ha explicado que sus redactores han consultado con el Gobierno y que no van a publicar material de Wikileaks que pueda poner en peligro la "seguridad nacional". Diana Priest, en The Washington Post , ha dicho que, cuando informa sobre la CIA, siempre pide consejo a la agencia. Está claro que la traducción del término ruso partinost, en Estados Unidos es responsabilidad.
A nadie se le ha ocurrido evocar la descripción que hace Kafka del imperio chino en La muralla china. La muralla, pese a los grandes esfuerzos que se llevaron a cabo, nunca se completó. Peor aún, la dimensión del imperio hacía que fuera imposible gobernarlo. Los leales funcionarios enviados a todos los rincones cumplían las órdenes de unos emperadores que, para entonces, hacía ya tiempo que habían ido al encuentro de sus antepasados. El tiempo transcurría de distinta forma en el centro y la periferia. Los dos ámbitos, eternamente separados, estaban unidos por su adhesión irreflexiva a la rutina.
La China contemporánea obsesiona a las clases dirigentes estadounidenses. En un principio, los chinos eran unos campesinos inmigrantes que, sujetos a una explotación brutal, construyeron nuestro ferrocarril. Ahora, los chinos quieren vendernos los trenes de alta velocidad que nosotros no tenemos. ¿De verdad se han liberado de su pasado y son capaces de desafiar a Estados Unidos, que se considera a sí mismo la vanguardia del progreso humano?
Los cables muestran a los diplomáticos estadounidenses practicando, según los casos, sobornos políticos, presiones brutales, advertencias e injerencias explícitas en los asuntos de otros países. Las personas que actúan de esta forma pertenecen a los círculos más educados, experimentados y cosmopolitas de Estados Unidos. Es indudable que su conducta puede atribuirse en gran parte a las limitaciones de sus puestos. Los funcionarios no tienen la libertad intelectual de quienes participan en seminarios universitarios sobre ética política. No obstante, muchos están convencidos de que sirven a una causa superior, y no solo nacional.
El realismo cínico puede racionalizarse como necesidad moral al servicio de un propósito supremo. El día en el que se publicaron los cables, The Washington Post decía que está comenzando un nuevo debate político nacional, con ataques al presidente (y a muchas de esas personas cultivadas) por considerar que tiene un apego insuficiente a la extraordinaria bondad que encarna la nación estadounidense. Dadas nuestras divisiones internas, los diplomáticos padecen una enorme desorientación: ¿A qué sector del país sirven?
Una ruidosa minoría de ex diplomáticos, ex agentes de los servicios de inteligencia y ex altos mandos militares está en desacuerdo con las políticas que tuvieron que ejecutar. Saben que el enfrentamiento con la Unión Soviética no tuvo como consecuencia inevitable la lealtad de sucesivas generaciones de europeos a Estados Unidos. Para Brandt y De Gaulle, el enfrentamiento abrió también nuevas posibilidades de coexistencia. Estados Unidos no quiso probar esas posibilidades más que en sus propios términos y se propuso cultivar unos sectores de europeos, en la cultura, la economía y la vida pública, con los que fuera posible contar para apoyar la hegemonía norteamericana.
En los años sesenta, en Harvard, el profesor Henry Kissinger organizaba unos seminarios anuales de verano para jóvenes dirigentes de todo el mundo. De 1948 a 1968, el Congreso para la Libertad Cultural subvencionó a estudiosos, pensadores y escritores extranjeros, sobre todo europeos, que apoyaban a Estados Unidos. La CIA financió todos esos proyectos de manera encubierta. Cada cual es muy libre de pensar que todo eso es cosa del pasado.
Desde luego, el dinero es un instrumento rudimentario. Con frecuencia, el atractivo gravitacional del poder es más eficaz. ¿Qué, si no, pudo empujar al ministro alemán de Defensa a visitar al embajador estadounidense en Berlín para denunciar a su colega, el ministro de Exteriores, por considerarlo demasiado poco entusiasta sobre la guerra de Afganistán?
Pero ahí reside el problema de los diplomáticos estadounidenses. No solo el poder militar de Estados Unidos es limitado (o autodestructivo). Su modelo económico está fracasando y es posible que sufra graves reducciones de su Estado de bienestar. No está claro que en una situación de grave conflicto social permanezcan intactas sus libertades civiles. La irritación y el enfado que se ven en los informes de los diplomáticos dan fe de una inmensa tensión interna. Muchos se incorporaron al Servicio Exterior por la recompensa espiritual que esperaban conseguir al trabajar en el servicio público. El hecho de que el país al que querían servir esté transformándose para empeorar es una certeza incompatible con la serenidad interior.
La modificación de la diplomacia estadounidense, por tanto, aguarda la resolución de la lucha cada vez más intensa que libra Estados Unidos consigo mismo sobre la naturaleza de su sociedad. El reexamen del imperio exige una visión diferente del reparto interior del poder y la riqueza. La política exterior de Estados Unidos va a ser, durante un tiempo indeterminado, algo que habrá que interpretar como un texto muy complejo, lleno de tantas referencias internas como externas.

El País

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