Aznar, guiado por el viejo africanismo, ebrio de patrioterismo, llegó a las manos con Marruecos
Rodríguez Zapatero no ha intentado reconstruir la estrategia de neutralidad activa
En su configuración actual es difícil, por no decir imposible, entrever una salida negociada para el conflicto del Sáhara. La legalidad internacional respalda la reivindicación del Polisario y de los partidarios de un referéndum de autodeterminación que no restrinja ninguna de las opciones, incluida la independencia. Su argumento -avalado por diversas resoluciones de Naciones Unidas a las que Marruecos ha hecho caso omiso-, es que, antes incluso de la retirada de España, el Sáhara Occidental era ya uno de los territorios pendientes de descolonización cuya situación analiza el Comité de los 24 desde su creación por Naciones Unidas en 1961. En un doble juego propio de la dictadura, el Gobierno español, que formalmente concedía al Sáhara la categoría de provincia, informaba, sin embargo, a Naciones Unidas, admitiendo en el fondo que se trataba de una colonia.
Marruecos, por su parte, alega que la inclusión del Sáhara en la lista que maneja el Comité se debe a que su propia descolonización en 1956 no fue completa, puesto que la España franquista amputó arbitrariamente y disfrazó como provincia un territorio que no le pertenecía.
Pero, más allá de los argumentos jurídicos, lo que también dificulta cualquier salida negociada es la situación de hecho en la región, fijada desde el Acuerdo Tripartito de Madrid y el desenlace provisional de la guerra que se desencadenó en 1976. Mauritania renunció tres años después a su porción en el reparto del Sáhara, derrotada por el Polisario. Apoyado por Argelia, este se mantuvo en guerra con Marruecos hasta el alto el fuego de 1991 y controla la franja oriental del territorio, delimitada por el muro que ordenó construir Rabat y que divide el Sáhara de norte a sur. Los intentos de celebrar un referéndum que culmine la descolonización han fracasado por las acusaciones de falsear el censo con marroquíes a un lado del muro y con argelinos al otro que se dirigen ambas partes.
A este embrollo hay que añadir un factor adicional: el consenso interno en Marruecos acerca de su soberanía sobre el Sáhara limita el margen negociador de Mohammed VI, no ya para flexibilizar la postura marroquí, sino para correr el más mínimo riesgo de un desenlace adverso, ya sea militar o diplomático. Demasiada sangre, demasiados recursos ha enterrado Marruecos en el Sáhara como para que una derrota no ponga en peligro la estabilidad de la monarquía.
Esta limitación del margen negociador y, en definitiva, esta debilidad a la hora de sentarse en una mesa, es lo que Rabat intenta transformar en fortaleza a la hora de tratar con sus vecinos y aliados. Al haber unido la suerte del trono a una salida favorable a sus intereses en el conflicto, Marruecos los coloca invariablemente ante la tesitura de convalidar cualquier iniciativa que emprenda en el Sáhara o de responsabilizarse, en caso contrario, de una inestabilidad política de incalculables consecuencias. Las relaciones con España no escapan a este esquema, complicadas, además, por la condición de antigua potencia colonial, no solo en el Sáhara, sino también en el Rif. En la interpretación marroquí, ese es el hilo conductor que une el conflicto con el Polisario en el sur con la reivindicación territorial de Ceuta y Melilla en el norte: España solo aceptó descolonizar Marruecos a regañadientes, reservándose aquí y allá enclaves y territorios que le ayudasen a conservar mientras fuera posible una posición de supremacía. Las invocaciones a la historia son desestimadas por Marruecos.
Desde España, por descontado, la interpretación es diferente, en gran medida determinada por el hecho de que se tiene conciencia de haber colonizado el Sáhara, pero se ha extinguido por completo la de haber hecho otro tanto en el Rif, donde, sin embargo, se emplearon armas y métodos para reducir a la población que en nada desmerecen los utilizados por el rey Leopoldo y que han dejado profunda huella. Marruecos aparece, así, como una potencia que ha tomado el relevo en la ocupación del Sáhara, no como un territorio administrado colonialmente hasta 1956 que sigue reclamando su integridad territorial. Esta misma disparidad de percepción es la que se produce con respecto a Ceuta y Melilla, una obsesión irredentista que Marruecos emplea por razones tácticas cuando se contempla desde España, y una culminación de la lenta consecución de la integridad territorial -primero pequeños enclaves, luego Tánger, más tarde Cabo Juy y así indefinidamente- cuando se hace desde Marruecos.
Tomando en consideración esta profunda divergencia en las mutuas percepciones, no se pueden ignorar las dificultades para diseñar una política de España hacia Marruecos. Pero, aun sin ignorar esas dificultades, la respuesta del Gobierno español al asalto del campamento de Agdam Ikzir, más que resultar timorata o insuficiente en comparación con la aparente gravedad de los hechos, ha puesto de manifiesto las deficiencias del modelo de relación con Marruecos adoptada en 2004, tras la victoria electoral del Partido Socialista. Antes de esa fecha, el Gobierno del Partido Popular había roto con la estrategia de neutralidad activa asumida durante la Transición, sustituyéndola por la vieja visión africanista que aconsejaba atizar las diferencias entre Marruecos y Argelia para asegurar los intereses de España en el Magreb. Por esta vía, y ebrio de un arrebato patriotero, Aznar llegó al incidente armado con Marruecos y ensalzó, en cambio, los avances democráticos en Argelia.
Pero lo más sorprendente de la historia es que, por razones inexplicables, la diplomacia del Gobierno socialista que sucedió al de Aznar no intentó en ningún caso reconstruir la estrategia de la neutralidad activa sino reformular la visión africanista, aunque cambiándola de signo. Si Aznar se apoyó en Argelia en menosprecio de Marruecos, Zapatero se inclinó hacia Marruecos aunque, seguramente, no por mala disposición hacia Argelia, sino por simple diletantismo.
En las escalinatas del Elíseo durante un viaje a París, el presidente declaró su voluntad de resolver el problema del Sáhara en el plazo de seis meses. A los efectos que importan, no es que la diplomacia española no tuviera en cuenta la complejidad jurídica y sobre el terreno que hace muy difícil, por no decir imposible, entrever una salida negociada al conflicto; lo que no calculó fueron las consecuencias sobre la relación con Argelia, que exigió inmediatas explicaciones sobre el cambio de la posición española en el Sáhara. Y aunque parezca un trabalenguas, la respuesta fue algo así como que no había cambiado pero que, en realidad, había cambiado, o al contrario. Con el previsible resultado de que, al final, ningún actor en el conflicto sabe a ciencia cierta cuál es esa postura y, si la sabe, no la cree.
Tanto diletantismo de Zapatero en respuesta al patrioterismo de Aznar no ha resultado gratuito. Su precio ha sido alejar a España, primero de Argelia, ahora de Marruecos y, finalmente, también de cualquier contribución efectiva para poner fin a la tragedia del Sáhara.
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